Meditación
“Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús.” (Filipenses 4:7, LBLA)
Así pues, si el gozo en el Señor reina en el corazón, si la generosidad es conocida de todos aquellos con quienes uno tiene relación, y si hay oración constante al Dios de los cielos, el resultado será la paz. Pablo comienza la próxima frase diciendo: Y la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento. Esta vez tiene su origen en Dios que la posee en su mismo ser, y cuyo beneplácito es impartirla a sus hijos. Es, por consiguiente, “el don del amor de Dios”, quien no sólo la da, sino que también la mantiene en todos los momentos de la vida. De aquí que propiamente pueda ser llamada “la paz de Dios”. Esta paz tiene sus cimientos en la gracia y es merecida por Cristo para los creyentes (véase Jn. 14:27; 16:33; 20:19, 21, 26). De ella habla Pablo al principio, al final, y a veces en el cuerpo de sus epístolas. En Filipenses, como casi siempre, la nombra inmediatamente después de gracia (en 1 y 2 Timoteo la palabra misericordia se interpone entre gracia y paz). La paz es la sonrisa de Dios reflejada en el alma del creyente. Es la calma del corazón después de la tormenta del Calvario. Es la firme convicción de que él que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, nos dará también con él todas las cosas (Ro. 8:32). “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera, porque en ti ha confiado” (Is. 26:3). La paz en el presente contexto es el don divino que resulta de la gozosa meditación en las mercedes de Dios, de la magnanimidad mostrada para con el prójimo, y de la oración hecha con confianza al Altísimo.
Por naturaleza el hombre está tan completamente incapacitado para penetrar en esta maravillosa paz, como un ciego para apreciar la belleza de una puesta de sol (1 Co. 2:14). Y aun el creyente jamás podrá entender plenamente la perfección de este cristocéntrico don, que sobrepasa en valor a todos los demás dones que el hombre recibe de Dios. Una razón por la que es tan estimado es que guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.
Los filipenses estaban acostumbrados a ver a los centinelas romanos montar la guardia. De la misma manera, sólo que en un sentido muchísimo más profundo, la paz de Dios montará su puesto a la entrada del corazón y del pensamiento. Ella impedirá que la torturante congoja corroa el corazón, del cual mana la vida (Pr. 4:23), el conocimiento (Ro. 1:21), la voluntad (1 Co. 7:37) y el sentimiento (Fil. 1:7; véase lo dicho sobre este pasaje). Impedirá también que la mente sea invadida por pensamientos indignos. Así, si alguien dijese al creyente que Dios no existe o que la vida eterna es una vana ilusión, el tal nada conseguiría, ya que en aquel preciso momento el hijo de Dios experimentará dentro de sí la realidad que el incrédulo está tratando de negar. El hombre de fe y oración se ha refugiado en aquella inexpugnable ciudadela de la cual nadie podrá jamás desalojarlo; y aquella fortaleza se llama Cristo Jesús (nótese: “en Cristo Jesús”).
Es una paz que sobrepasa a todo entendimiento. La gente del mundo no la puede comprender en absoluto, e incluso los cristianos que la poseen encuentran un maravilloso elemento de misterio en ella. Se sienten sorprendidos ante su propia falta de ansiedad ante las tragedias o ante circunstancias adversas.
Esta paz custodia el corazón y la vida de la mente. ¡Qué tónico más necesario, en este día de neurosis, de derrumbamientos nerviosos, de tranquilizantes y de angustia mental!
(W.MacDonald, W.Hendriksen)