Meditación
”Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante.” (Efesios 5.2)
Todo verdadero cristiano sabe que Cristo murió por nuestros pecados. Esa verdad es
tan amplia que solo la eternidad revelará su profundidad completa. Pero en la existencia terrenal de nuestra vida cotidiana, estamos demasiado dispuestos a tomar por sentado la cruz de Cristo. Equivocadamente pensamos en esto como uno de los hechos elementales de nuestra fe.
Por lo tanto, descuidar meditar sobre esta verdad de verdades y nos perdemos la
riqueza real de la misma. Si en algún momento pensamos en ella, solemos entretenernos demasiado en el lado poco profundo en vez de sumergirnos
diariamente en sus profundidades.
Muchos erróneamente piensan de Cristo como una mera víctima de la injusticia
humana, un mártir que sufrió trágica e innecesariamente. Pero la verdad es que su
muerte era el plan de Dios. De hecho, fue la clave del plan eterno de Dios para la
redención. Lejos de ser una tragedia innecesaria, la muerte de Cristo fue una victoria
gloriosa, el acto más amable y maravilloso de la benevolencia divina nunca hecho
antes a favor de los pecadores. Es la expresión consumada del amor de Dios por ellos.
Sin embargo, aquí también vemos la ira de Dios contra el pecado. Lo que se olvida a
menudo también en todos nuestros cantos y sermones acerca de la Cruz es que fue el
derramamiento del juicio divino contra la persona de Cristo, no porque merecía tal
juicio, sino porque Él lo soportó a favor de aquellos a quienes Él redimiría.
En palabras de Isaac Watts: «Corona vil de espinas fue la que Jesús por mí llevó».