Meditación
“el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Colosenses 1.13)
Al hacernos «aptos para participar de la herencia de los santos en luz», Dios nos ha libertado de la potestad de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor (V.M.; cf. 1 Jn. 2:11). Esto puede ilustrarse con la experiencia de los hijos de Israel, tal como está registrada en Éxodo. Habían estado viviendo en Egipto, gimiendo bajo los azotes de los capataces. Por un acto maravilloso de intervención divina, Dios los libró de aquella terrible esclavitud y los condujo a través del desierto a la tierra prometida. De manera similar, los pecadores estábamos esclavizados por Satanás, pero por medio de Cristo hemos sido libertados de sus garras, y ahora somos súbditos del reino de Cristo. El reino de Satanás es reino de tinieblas —ausencia de luz, calor y gozo; mientras que el reino de Cristo es un reino de amor, lo que implica la presencia de las tres cosas.
El reino de Cristo es contemplado en las Escrituras bajo diversos aspectos diferentes. Cuando Él vino a la tierra por vez primera, ofreció un reino literal a la nación de Israel. Los judíos querían liberación del opresor romano, pero no querían arrepentirse de sus pecados. Cristo sólo podía reinar sobre un pueblo que estuviese en una apropiada relación espiritual con Él. Cuando vieron esto con claridad, rechazaron a su Rey y lo crucificaron. Desde entonces, el Señor Jesús ha vuelto al cielo y ahora tenemos el reino en forma de misterio (Mt. 13). Esto significa que el reino no aparece en forma visible. El Rey está ausente. Pero todos los que aceptan al Señor Jesucristo durante esta edad presente lo reconocen como su Gobernante legítimo, y son por tanto súbditos de Su Reino. En un día venidero, el Señor Jesús volverá a la tierra, establecerá Su reino con Jerusalén como capital, y reinará durante mil años. Al final de este tiempo, Cristo abatirá a todos los enemigos bajo Sus pies, y luego entregará el reino a Dios Padre. Esto inaugurará el reino eterno, que continuará por toda la eternidad.
La operación de la gracia que nos libra de la potestad de las tinieblas, nos traslada al reino de su amado Hijo, literalmente al reino del Hijo de su amor. Un traslado de una esfera de perdición y tinieblas a otra de vida y luz. Del poder tenebroso del pecado, nos conduce al servicio agradable en el reino de su Hijo. De la tiranía esclavizante en la que estábamos prisioneros bajo la acción de los agentes de las tinieblas, que controlan la humanidad sin Cristo, nos traslada a la luz admirable del reino de Dios. El hecho de que el apóstol habla muy a menudo del Reino de Dios, refiriéndose al Padre, no disminuye en nada la realidad de que el Reino de Dios, es también el Reino del Hijo (Ef. 5:5). Este traslado del reino de las tinieblas al reino de Cristo se produce en el momento en que un pecador perdido deposita la fe en Jesús; el Espíritu Santo que la vincula con el Salvador, lo bautiza en Cristo, quedando revestidos de Él (Gá. 3:27), el cual “nos llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 P. 2:9). Todavía más: La luz gloriosa del reino, no sólo está para ser disfrutada fuera, sino que se ha hecho realidad en la intimidad del cristiano, que es convertido en luz, “porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor, andad como hijos de luz” (Ef. 5:8). La presencia de Cristo en el creyente lo convierte en luz en el Señor, de manera que Aquel que dijo “Yo soy la luz del mundo”, dice a los suyos “vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5:14). La lumbre de vida, la luz gloriosa del reino de Dios, es dada a quien sigue a Jesús: “el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8:12).
(W.Macdonald, S.Perez M.)