Meditación
“con dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz” (Colosenses 1:12)
Todo esto con gozo. No se trata de ser pacientes y longánimos mientras se vive con un corazón entristecido que manifiesta raíces de amargura. Dios que nos capacita para las virtudes citadas, lo hace también para que el gozo se manifieste en toda ocasión. El gozo no es del hombre o producto de su reflexión y disposición, sino el que produce el Espíritu en nosotros. Es la forma natural que corresponde a quien vive a Cristo. Jesús fue paciente y longánimo pero en los momentos de mayor tensión, humanamente hablando, cuando la Cruz se presentaba como algo inminente delante de Él, podía decir a sus discípulos: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (Jn. 15:11). La manifestación del gozo personal del Señor es posible en la vida cristiana por la acción del Espíritu Santo. Esto nos permite soportar las pruebas con gozo, cantando y alabando al Señor en medio del conflicto (Hch. 16:25). El gozo es posible porque el cristiano sabe que todas sus dificultades son conducidas por Dios a feliz término para ser bendición en su vida (Ro. 8:28). El gozo es la distinción fundamental entre la paciencia cristiana y la estoica.
Por la fuerza impartida por Dios, los creyentes pueden dar gracias con gozo, a pesar de que pudieran estar, en el momento de la oración, siendo perseguidos por causa de la justicia, vituperados por el mundo, sufriendo la maledicencia de los hombres, pero, el galardón que esperan en el cielo les llena de gozo y les conduce a dar gracias a Dios (Mt. 5:10–12). En todo momento podemos y debemos ser agradecidos (Ef. 5:20). Pablo enseña a dar gracias al Padre (Fil. 4:6; Col. 3:17; 1 Ts. 5:18), ya que de Él procede todo don perfecto y toda buena dádiva (Stg. 1:17). La enseñanza del deber de gratitud a Dios es evidente en Pablo: “Dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef. 5:20); “y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Col. 3:17). Es de notar que la acción de gracias debe dirigirse al Padre, haciéndolo en el nombre de Jesucristo, que hace posible que la oración acceda a la presencia de Dios, por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre (1 Ti. 2:5).
La primera razón para expresar gratitud al Padre es que nos hizo aptos. Quiere decir que nos ha hecho adecuados para algo. Dios ha hecho a los creyentes capaces, competentes, suficientes, de otro modo, Dios habilitó al cristiano para que fuese capaz de participar en la herencia. La primera gran operación de la gracia en esta capacitación, es hacernos aptos para el reino de luz. Cada uno de los no salvos son hijos de las tinieblas y viven entenebrecidos. No pueden, por tanto, ser capaces de disfrutar de lo que pertenece al Reino de los cielos. Como quiera que los dones de la herencia son de dimensión sobrenatural, es preciso la capacitación del hombre para poder acceder a ella. Esta capacitación o aptitud para el creyente es una operación de la gracia, por lo que exige la correspondiente gratitud. Dios nos ha hechos cercanos en Cristo, de modo que antes de creer, “En aquel tiempo, estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Ef. 2:12, 13). Esa aproximación a Dios era imposible en nuestra condición de muertos espirituales en delitos y pecados, por tanto para traernos a Él tuvo que superar el grave problema de nuestra situación. “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás” (Ef. 2:1–3). En todo este proceso se contempla la obra redentora que Jesucristo realizó para hacerlo posible. La condición del pecador era no solo de incapacidad, sino de condenación, ya que por el pecado era hijo de ira, es decir, la única herencia a la que tenía derecho y le correspondía era la recepción de la ira justa de Dios a causa de la transgresión pecaminosa propia de cada uno. Esa situación quedó cancelada en Cristo, que al ocupar el lugar del pecador que cree, cancela para él toda demanda penal por causa del pecado, comunicándole en Él vida eterna y vinculándolo a Él definitiva y eternamente, para que todas las riquezas celestiales en Cristo sean naturales para cada creyente.